domingo, 5 de abril de 2009

Los Cazadores: Morgan

Los Cazadores.
Morgan.
2002.


Quizás nunca pueda comprender a cabalidad los sucesos que aun hoy marcan su vida, el peso de los hechos y las cosas que vio aun hoy se agolpan en su mente.
Y es que la certeza de lo que pasó sigue siendo incierta y se enmascara en sensaciones mas adecuadas a nuestros universos oníricos que a la realidad del día a día.

Y es que los monstruos existen.

Si, mas allá de nuestra ceguera e ignorancia, mas allá del conformismo enfermizo con nuestra miserable naturaleza, aun hoy se niega a creer muchas de las cosas que vivió y por otro lado aun se pregunta como no se dio cuenta antes.
Como su mente se negó tantos años a la realidad oculta. Hasta que le estalló en la cara con todo el dolor del despertar…
O del nacimiento.
Aun ahora cuando su vida gira entorno a la cruel verdad, por momentos se niega a creer, y sueña.
Sueña que aún es él, aún el amanecer es la esperanza de un nuevo día, en vez de simplemente el término de otra noche de horror en espera de la siguiente.
Sueña que aún sus manos están manchadas solo con la sangre de vida, la que da, la que salva. No la sangre de la muerte, de inocentes y culpables.
Sueña que ellas aún están, junto a él, con sus risas, con el brillo de sus ojos, con la música de sus voces.
Sueña que es Morgan el hombre, simplemente el hombre, no el cazador.
Sueña, sentado al piano como tantas veces, sin mas compañía que sus perros, su brandy, y su dolor.

Sueña como hoy, repitiendo insanamente.

- Verónica, Verónica -.

Sus dedos torturando el piano a cada visión, cada imagen, cada palmo de su rostro, cada curva de su cuerpo.
Dicen que los recuerdos no matan, al menos no inmediatamente, quizás te quitan solo un poco de vida por vez, quizás solo te acercan a la muerte, te ponen a su alcance para que seas tu mismo quien decida lanzarse a sus brazos, engañado por su rostro perfecto, siempre aquel de quien llena tus recuerdos.
Las notas de tristeza y contenido furor se mezclan haciendo gemir el viejo instrumento que una vez mas trata de expresar lo que su dueño hace tanto no puede.
El rostro perfecto, la maravillosa cascada oscura de sus cabellos, la irresistible luz de sus ojos. ¡Dios!… ¡Tan hermosa!.

Como el día que la conoció.
Fuerte, inteligente, valerosa.
-“Estudio medicina” le dijo para impresionarla, como a todas.
-“¿Y a mi qué?”.

Le tomo dos meses recuperarse de la para él tan extraña respuesta.
Había cambiado, ella lo había hecho, por primera vez todas sus estúpidas ambiciones le parecieron vanas, ridículas. Su orgullo; una vergüenza.
Al principio pensó que lo hacia por ella, la caridad, la ayuda a los mas pobres, a los enfermos… enfermos, no clientes. Seres humanos que necesitaban ayuda, personas, no ya meros trozos de carne diferenciados por como podían pagar sus servicios.
La frase “Fonasa o Isapre” fue cambiada por “como puedo ayudarlo”.
Sin peros, sin condiciones.
Sin darse cuenta se vio en las calles, ayudando a los desvalidos, riendo y llorando con las “lacras de la sociedad”, sus nuevos amigos.
Y termino por olvidar aquellos ojos.
Sin embargo ella no lo hizo.
Durante meses lo observo, lo vio cambiar, lo vio crecer.
Y a su pesar ella se vio buscándolo.

Sus manos se pasean, mecánicamente sobre el teclado, su mente perdida en el pasado.
¡Dios, tan hermosa!

Como el día que la volvió a ver.
Y los que le siguieron.
Rodeada de huérfanos, alimentando a los mendigos, curando a quienes nadie lo haría.
¿Él había entrado en su mundo o simplemente ella siempre había estado en el suyo? Aquel que su ambición había tratado de ocultarle.
¡Cómo la amó!.
Con cada fibra de su ser, con cada impulso de su mente.
Y ella a él.

La melancólica melodía se eleva, el piano casi fuera de control, los perros que sienten el dolor de su amo y en respetuoso silencio le contemplan.
¡Dios tan hermosa!

Como el día de su locura.
La pequeña boda, incluso con todos en contra, sin terminar la universidad aún.
Tantos planes, tantas esperanzas.
La pequeña casita que ella misma había diseñado, la piadosa clínica que aliviaría los padecimientos de tantos.
Joyas de un futuro que nunca llegó.

Los dedos revolotean entre las teclas, los acordes se multiplican en lastimero llanto.
¡Dios tan hermosa!

Como su madre.
Una nueva estrella alumbrando su vida.
La pequeña criatura lanzando su llanto al mundo y al padre orgulloso que la sostiene en sus manos.
La niña curiosa que revolotea entre los invitados a la graduación.

Las uñas se crispan en cada nota.
Ya no existe la linda casita. Podía sentir su presencia, su talento, en cada pared, cada ángulo.
Podía sentir la risa de su hija en cada cuarto.
No había risas ahora, no en el refugio que trataba de llamar hogar, habían sido cambiadas por el ronroneo de los motores de los vehículos blindados, por el tableteo de sus armas automáticas. No había elegantes columnas ni perfectos ángulos, solo paredes reforzadas y cámaras de seguridad.
¡Dios tan hermosas!


Incluso cuando sus vidas se escapaban entre sus manos, su sangre entre sus dedos, manchando el albo pañuelo.
Cuanto había llorado, sus lágrimas tratando de ocultarle la sombra parada mas allá, sus gritos tratando de callar las risas de él.
Del asesino.
Del Tzimitse.
Del vampiro.
El primero de tantos.
¿Cuánto había reído el maldito?, ¿Cuánto antes de ver como se lanzaba sobre él?… ¿Cuánto antes de sentir la madera roñosa penetrando su corazón he inmovilizándolo?,… ¡¿Cuánto antes de ver como el insalubre disco de latón se encajaba en su cuello?!… ¿Cuánto antes de ver como la muerte, la verdadera muerte, caía sobre él, en las manos de la desvalida presa que en su furia demente había dado con el modo de terminar con sus siglos de maldad?.
La risa del vástago se acabó en ese montón de polvo, y también la de Morgan Strauss.

Cerró el piano con furia y trató de ahogar su dolor en el exquisito brandy que ahora le sabia a hiel.
Nada, ni los incontables cadáveres, ni los oscuros complots arruinados, ni el temor en quienes creían ser hermanos con la sangre y la muerte, podían devolvérselas.
Para él hacia tiempo que nada tenia sentido.
Hasta que tomaba sus armas, hasta que encendía el Mustang.
Hasta que se encontraba cara a cara con los colmillos y las garras, tentáculos, cuernos o parecidos.
Hasta que el odio hacia que se sintiera vivo otra vez

Los perros lo siguieron mientras bajaba las escaleras, “Van Helsing” el mas viejo de los tres se despidió de él con el mismo gruñido de todas las noches, mientras abría el Mustang.
El sonido de las armas listas, el rugido del motor del Cobra, la letanía de los conjuros, los gritos de muerte de los vástagos. La única música en su vida.
Los demás ya esperaban.

Morgan Strauss, el cazador, anudo el rojizo pañuelo en sus sienes y se lanzó a toda velocidad por las calles.

Como todas las noches.

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